domingo, 12 de septiembre de 2010

Talu, por Mandarina (relato)

"Talu", Mandarina


En mi otra vida, yo era un pez. Podía nadar a mis anchas por el océano y nadie se percataba. Solía colarme entre los arrecifes de coral buscando comida y pequeños tesoros que iba encontrando a mi paso en cualquiera de mis viajes. Recorría el Atlántico, el Mediterráneo, incluso estuve en la misteriosa Atlántida. Sí, nadie lo diría, que un pez tan pequeño pudiera llegar tan lejos, pero cuando eres casi invisible, sobrevives más tiempo. Mi piel es casi transparente, tanto que se diría que sólo se ven mis ojos y mi espina dorsal, pareciendo que más que un pez fuera un simple hilo o un alga en el que nadie se fijaría. Pero como no soy de color verde, no me pueden confundir con un alga, porque si no, sin duda, me usarían de comida y no habría durado ni dos días.

No era un pez normal, como se pudiera pensar. Cuando nací mis padres me llamaron Cristalus, quizá por la transparencia que tengo. Pero a los cuatro años yo elegí llamarme Talu, como abreviatura y porque me parecía más adecuado para un pez tan pequeño como yo. Ellos, los de mi especie, no son como yo: tienen la piel azulada y brillante. En mi caso, ese color azul "brillaba", pero por su ausencia. Vamos, que no era azul ni por asomo. Mis hermanos, como es lógico, se burlaban continuamente de mí. Me llamaban “Invisible” o a veces, para hacerme rabiar, “Noestás” para dejar claro que no era nada para ellos.

En la escuela del pueblo, en Pezland, tampoco aceptaban mi rareza, por lo que era el hazmerreír de la clase. Pero no todo iban a ser cosas malas. Allí aprendí un montón de cosas, entre otras, como buscar la comida por mí mismo y cómo defenderme de los depredadores. Y yo lo tenía más fácil: podía pasar casi desapercibido gracias a que no tenía un color definido, por lo que los que normalmente me habrían comido, pasaban por mi lado sin notar mi presencia.

Aunque buscar comida era igualmente difícil, y más en aquellos tiempos en que escaseaba, debido a la pesca que los humanos hacían sin tener en cuenta ni a los más pequeños. Ellos se los llevaban a todos, y pronto no quedarían ni los bebés, que eran el futuro de nuestra especie. Es quizá por ese motivo que decidí, una mañana cuando las aguas estaban más calmadas, salir a mar abierto e investigar qué podría yo hacer para impedir esa masacre por parte de los humanos contra los de nuestra especie.

Era un día tranquilo, cuando mis hermanos habían ido a la escuela y yo me había retrasado un poco, y pensé en dejarlos solos (ya que por lo general tampoco solían fijarse mucho en si yo los acompañaba o no). Cogí lo imprescindible: algo para comer, y mi maleta de tesoros donde guardaba todo lo que iba encontrando. Ropa no necesitaba, y además, eso hubiera sido como decir: aquí estoy, ya podéis comerme.

Cuando llevaba unos cuantos kilómetros marinos recorridos, ví una luz en la superficie. Era más fuerte que el sol, por lo que me quedé mirando y mirando hasta que casi me cegó. Suerte que por allí pasaba un pez espada y sin darse cuenta, me había atravesado con su espadín, que por su puesto no me hizo ningún daño, y me movió hacia la derecha, bajo el coral. Desde allí pude ver cómo esa luz tan potente iba alejándose.

Decidí seguirla sin que ella o eso me viera. Aún no sabía lo que era pero mi curiosidad podía más que yo. La perseguí durante varias horas, hasta que la ví pararse cerca de la playa. Cuando subí más arriba, me fijé que aquello era simplemente el foco de una barquita que solía ir de pesca, con sus redes ya recogidas debido a lo tarde que era. Era casi de noche, por lo que debía llevar esa luz para poder orientarse bien.

Me escondí tras la barca y me dispuse a esperar por si veía a sus ocupantes. Había una niña de no más de 9 años dentro, y su hermano mayor que tendría unos 15 años de edad. El hermano acababa de recoger las redes y tenía el cesto lleno de peces (por suerte, de los más malos) así que decidí no rescatarlos. Se merecían que los pescaran, llevaban tiempo molestando a los más pequeños de mi pueblo, así que estaban mejor ahí metidos, donde no podrían dañar a nadie.

La niña se había quedado por la orilla intentando buscar algo, aunque no pude ver qué era. Pero entonces pensé: ella es una buscadora de tesoros, como yo, quizá ella me escuche. Decidí intentar comunicarme con ella con mi pequeña vocecita, pero creo que no me oía. Como ya era tarde, su hermano la cogió por el brazo y se la llevó, por lo que me pasé toda la noche pensando en ella e intentando dormir un poco, sin conseguirlo. Entonces me vino la inspiración: lo mejor será dejarle un mensaje, algo que ella quiera buscar, como esos tesoros que le gustan tanto, y así seguro que se fija en eso y se lo lleva a su casa.

Miré por el agua, para ver si encontraba algo con lo que llamar la atención de la chica. Entonces la ví, una bonita caracola de mar. Eso sin duda llamaría su atención. Hablé lo más fuerte que pude dentro de la caracola, dejándole un mensaje para todos los humanos: nos estábamos quedando sin bebés y nuestro futuro estaba a punto de terminarse del todo. Debían permitir vivir a los más pequeños para poder seguir con el ciclo de la vida. De lo contrario, ellos se quedarían sin recursos para comer y eso les iba a perjudicar también. Dejé el mensaje dentro, con la esperanza de que la niña lo viera.

Por la mañana, muy temprano, la ví acercarse a la barca. Por supuesto yo había acertado, antes de entrar en ella se fijó en la caracola que yo había dejado cerca de la orilla, y la recogió con sus pequeñas manos. Se la llevo al oído, como hace cualquier humano cuando encuentra una, para oír el sonido del mar, pero esta vez, lo que oyó fue mi mensaje. Parece que acerté con la persona adecuada, porque en cuanto lo hubo escuchado, fue corriendo a su cabaña en la playa a contárselo a sus padres, que dio la casualidad que eran investigadores del océano y de las especies en extinción. Cuando ellos oyeron el mensaje, lo propagaron por su mundo, poniéndolo en algo que ellos llamaban, según la niña me dijo, Internet. Desde allí difundieron el mensaje a todos los humanos, y desde ese día, no comieron más pececitos pequeños, prohibiendo a todo el mundo pescar nunca más a los peces que no fueran de una determinada edad.

Ese fue el milagro que un pez como yo, transparente y chiquitín, pudo conseguir para su mundo. Y como es lógico, cuando llegué a mi pueblo de nuevo, ya nunca nadie más me volvió a tratar como si no existiera, sino que a partir de entonces, todos me respetaron para siempre. Quizá en otra ocasión os cuente otra aventura, porque como es normal en mí, nunca permanezco demasiado tiempo en un lugar .Me gusta mi mundo, y me gusta conocerlo hasta más allá de los límites permitidos. Alguien tiene que hacerlo, ¿porqué no yo?.




Copyright: Mandarina

1 comentario:

  1. Me gusta tu relato, al final se le coge cariño a Talu, espero poder leer alguna más de sus historias :) Escribes muy bien.
    Un beso.

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